domingo, 11 de octubre de 2009

El Paladín

DÍA 26 DEL MES 5 DEL AÑO 4, DESDE MI DESTIERRO.


Han pasado ya dos años, seis meses y catorce días desde que abandoné a mis queridos amigos y cada uno tomó su propia decisión, su propio camino... ahora viajo solo, abandonado a mi suerte, junto a la eterna compañera que es mi soledad, muy lejos de mi familia, de mi hogar y de mi gente. Mi travesía me ha conducido a través de todo el occidente del continente de Kortednor (me encanta este lugar, tiene el clima más agradable de los cinco). Al llegar a Buconor en busca de provisiones y algo de descanso me encontré con sorpresas no muy agradables, es una ciudadela muy problemática, demasiadas razas en un solo lugar. En tres días de estadía pude conseguir, lamentablemente, más de lo que necesitaba para continuar con mi viaje. Me acechaban a cada momento y las peleas callejeras se encontraban a la vuelta de la esquina, por lo que tuve que partir en dirección al norte, hacia mi siguiente destino: "La Región de Porta", capital económica y bélica de Kortednor. Algo me decía que cerca del mar podría encontrar alguna respuesta...

Para llegar a la ciudad principal, llamada igualmente Porta, debía de cruzar a través del temido "Bosque del Sueño", ya que bordearlo me hubiese atrasado casi una semana. La espesura de sus pinos y alerces era engañosa, parecía impenetrable a lo lejos, mas el camino a través de ellos no presentaba ningún problema. Los habitantes de la zona me indicaron un sendero a través de éste y me aconsejaban una sola cosa: No rendirme al sueño mientras cabalgase bajo el abrigo de los árboles, por lo visto había "algo" en esos dominios que te infundaba las ganas de dormir y, según los pobladores de las cercanías, las personas que se dejaban vencer por esas ganas, no volvían a aparecer jamás. También me recomendaron pedir hospedaje en algunos de los pueblos ubicados dentro del bosque, en caso de no alcanzar a cruzarlo antes de la llegada del alba.

Mientras recorría las vías que me habían propuesto, montado sobre el corcel manchado que había comprado en Buconor, encontré dos de los pueblos de los que me habían advertido, mas éstos se encontraban abandonados con signos de haber sido atacados. No había ningún cadáver en las cercanías ni rastros de sangre, parecía como si los pueblerinos hubiesen huido. Algo los había ahuyentado.

Me detuve momentos para investigar la zona. Al parecer por las huellas y las marcas dejadas en las casas, los posibles agresores debían de pertenecer a alguna horda de Orcos, esos chicos de pieles verdes, rostros grotescos, salvajes y muy peligrosos, ceñidos en músculos y de costumbres antiquísimas. Algunos me habían contado que al sureste de la ciudad de Porta habitaban los Orcos del Bosque Verde, que, a diferencia de sus hermanos más conocidos, éstos no atacaban sin razón a las personas y casi nunca se les veía fuera de sus territorios. Pero era extraño, ya que el Bosque Verde se encontraba a más de treinta kilómetros al este de donde yo estaba.

Los agresores eran aproximadamente cuatro (por lo menos reconocí cuatro pares de pisadas diferentes) acompañadas de un par de enormes huellas. Éstas últimas debían de ser de alguna especie de Ogro Gris. Era muy común encontrar a estas horrendas bestias, de dos metros y medio de alto, dotadas de músculos hasta por las orejas que suplían su carencia de cerebro, hacer de mascotas de los chicos verdes, (irónicamente, uno no se encuentra con una horda de Orcos todos los días, creo que esa tarde anduve con suerte). Con todo lo que había escuchado desde pequeño, siempre me imaginaba a los Ogros ceñidos con cadenas a las carretas orcas, tirando de ellas y dejando sin trabajo a los pobres bueyes.

A pesar de todo, decidí no prestarle atención a estos hechos y seguir mi camino, con la suerte que se posaba en mí, no tenía pensado enfrentarme a aquellas criaturas yo solo, mas el rastro del grupo agresor parecía anticiparse a mis pensamientos, las huellas estaban aún frescas y se extendían por el sendero que yo debía seguir. En esos momentos me di cuenta de que mi paseo se convertiría muy pronto en una travesía, pareciese como si a mi querida diosa no le gustara verme caminar tranquilo y en paz por este mundo. Resignado a mi destino, apreté espuelas y apresuré el galope para llegar con prontitud hacia el siguiente pueblo. Me preparé antes de llegar, saqué mi siempre fiel báculo de mi espalda para llevarlo en la mano, puse mi espada ceñida a la cintura por si terminara necesitándola en algún momento, amarré bien mi bolso al lomo del caballo y continúe por el borde del camino, con cierto sigilo para que no me detectaran antes de llegar. Mientras lo hacía me reí al acordarme de K'rlo, cuando me decía que mis tobillos sonaban al caminar ligero y de cómo me enseñó a corregir eso. Me parecía que hubiesen pasado cien años desde que los conocí, desde que mi vida cambió, desde que tuve aquellas aventuras que jamás en mi vida voy a olvidar... y todo comenzó con una chica llamada Susy, mi querida amiga Susy. Si no hubiera sido por ella, nunca habría tenido esas experiencias únicas ni hubiera conocido tantos lugares y personas tan maravillosos como exóticos... Qué tiempos...

El siguiente pueblo se encontraba a orillas de un riachuelo angosto. Era pequeño, no creo que más de diez familias hubiesen vivido ahí. Me acerqué más, vi una hilera de humo que salía de una de las casas y comenzaba a crecer mientras se elevaba hacia el azul del cielo que se estaba nublando, y me di cuenta que había llegado justo a tiempo para observar a los chicos verdes en acción. Dejé mi caballo amarrado a un árbol fuera del camino, escondido, me había costado un ojo de la cara y me era demasiado útil como para que me lo robasen, y seguí a pie.

Parecían bastante idiotas, su ataque era desordenado y destruían y quemaban todo lo que veían, se reían o rugían mientras las personas huían impotentes, mas ellos no los perseguían, tan sólo los espantaban. Los Orcos que recordaba haber visto hace algún tiempo tenían la piel grisácea, en cambio éstos eran más verdosos. Uno era más o menos alto, con su cuello largo, delgado y musculoso, se reía como un chivo. Tenía los brazos delgados y marcados de cicatrices, el pecho desnudo sudoroso, sujetaba un hacha de dos filos en la mano derecha y un escudo redondo de madera en la izquierda. Algo estaban tramando. No pude divisar al Ogro, aún estaban muy lejos y los verdes andaban dispersos por toda la aldea, así que me tuve que acercar aún más y con mayor cuidado. Aproveché la cantidad de árboles que se entrelazaban con las casas y el descuido de los Orcos para acercarme a una distancia de metro y medio de dos de ellos. El de mi derecha era el delgado que había visto desde lejos, en cambio el de mi izquierda era todo lo contrario, un palmo más bajo que yo, pero con músculos cinco veces más gruesos, su mandíbula prominente tenía una hendidura al lado derecho, quizás la marca de una maza de algún enemigo. Éste llevaba una cota de malla que le quedaba corta, apretada y le cubría sólo los pectorales y una larga espada dentada a dos manos. La oportunidad para reducirlos se me presentó en un momento en que el más bajo dice algo en un idioma gutural que hace que ambos se rían a carcajadas. Tragué saliva, sujeté con firmeza mi báculo con ambas manos, debía de ser rápido y silencioso. Miles de cosas se me pasaron por la mente, hasta recordar las enseñanzas de mi abuelo... aquél anciano mañoso... En aquellos momentos de tensión, la práctica constante, las tediosas reprimendas del viejito, las duras creencias de su anciano y testarudo cerebro me demuestran siempre ser el camino a la maestría, no necesité pensar mucho lo que debía hacer, mi cuerpo ya lo sabía de antemano. Me abalancé a sus espaldas y me bastó tan sólo un grácil golpe de presión en uno de los puntos vitales de cada uno para lograr que se desmayaran. No supieron nunca qué fue lo que les pasó. Una vez hecho aquello, los arrastré hacia unos matorrales, dejándolos bien ocultos y, para mi gracia, ni siquiera los habitantes del pueblo me vieron actuar. Por una parte me sentía orgulloso de ser tan discreto y por otra me desconsolaba saber que nadie pudo observar lo hábil que fui.

Me desplacé en busca del resto, siempre sigiloso usando los árboles y las casas como escondrijos. Con algo de la gracia de la Madre Piromy, quizás podría reducir a los dos Orcos restantes y al Ogro sin grandes dificultades. Mas, a la vuelta de una casa esquina, el tercer verdoso me alcanzó a ver y no fui lo suficientemente veloz para paralizarlo y evitar que lanzara un rugido de alerta a sus compañeros. Creo que mi diosa todavía no me perdonaba haber traicionado a mi gente... y tampoco le gustaron aquellos pensamientos tan presuntuosos respecto a mi agilidad. Mi plan primario había llegado a su fin, por lo que tenía que comenzar con la ofensiva directa, quedaba tan sólo un Orco y el Ogro, aún tenía posibilidades de frenarlos (de a uno, eso sí, todavía tenía pensado llegar a cumplir los veintidós).

Escuché muy claro como ambos se acercaban a mí, por el estruendo que hacían parecían una manada en vez de sólo dos. Mi sorpresa fue de enormes proporciones ante su llegada. El cuarto Orco no era como los anteriores, no era un simple verdoso con un arma en la mano, sino más bien se trataba de un Maestro de la Espada, el clásico y temido guerrero verde, con su pecho descubierto mostrando todos sus tatuajes de batalla (que, para mi pesar, fueron muchas victorias) sosteniendo una espadón dentado de metro y medio de acero forjado por su propia raza. Era una cabeza y media más alto que yo, su contextura era musculoso, pero se notaba ágil. Su mirada era profunda y daba escalofríos, llevaba su cabeza rapada y su mandíbula prominente iba mascullando algunas maldiciones guturales. Mi corazón se aceleró por el nerviosismo y una pizca de emoción, bendita era mi suerte, aquel Orco valía por veinte guerreros verdosos comunes. Para empeorarlo todo, el Ogro (el cual pensé sería una bestia torpe con un enorme mazo de madera) estaba revestido con una armadura hecha a su talla, la que tenía formas puntiagudas y púas que le adornaban los hombros, el pecho, los brazos y las piernas, el yelmo en su cabeza tenía cuernos negros que sobresalían amenazantes hacia adelante, dándole un aspecto más temible, el martillo era gigantesco y, sentado sobre su espalda, había un duende dirigiéndolo con riendas que le amordazaban la boca, aquellas criaturas enanas de mente ágil, pícara y sagaz. La situación cambió ante estas evidencias, definitivamente no era un ataque desordenado, algo tramaban estos Orcos y yo me había entrometido en el peor lugar de todos.

Antes de blandir las armas, debía de calmar mis latidos que golpeaban como un tambor de guerra en mi pecho, por lo que cruzamos palabras con el líder de su grupo, el Maestro de la Espada:
— No interfieras — me dijo con aquel vozarrón grave, típico de los Orcos, el cual retumbó en mis nervios — o tendré que matarte.
— ¿Qué intenciones tienen los Orcos con las tierras de los Hombres? — palabras osadas para alguien al que le temblaban las rodillas.
— Los asuntos del Orco no incumben al Dreitor — me reconoció sin dificultad, eso me chocó aún más, sin duda no era del común de los Orcos — Pacíficamente les demandamos que se retiren a estos Hombres.
— ¿Pacíficamente? —  A pesar de la situación en la que me encontraba, eso me dio cierta gracia, por lo que solté una sonrisa evidente mientras tomaba con ambas manos mi báculo, el resto de las palabras me salieron indeliberadamente — Entonces, de forma pacífica tendré que detenerlos.
— ¡No nos dejas otra opción!

Ya era demasiado tarde para arrepentirme de mis palabras, el Ogro comenzó ha atacarme, no tuve más alternativa que moverme con rapidez para esquivar sus terribles embestidas. Mi propósito era reducir a éste en primer lugar, antes de ser atacado por ambos, en realidad era un suicidio enfrentarse a cualquiera de los dos, mas en esos momentos me tincaba que la enorme bestia era un suicidio menor.

El duende en su espalda era muy habiloso y vivaracho en el dominio del gigante, casi podía adelantarse a mis acciones, por lo que debía de actuar con presteza. Mientras me lanzaba hacia los lados para esquivar los golpes del enorme mazo, recogí una piedra y se la lancé presta a la cara del enano, mas éste lo esquivó con la misma ligereza. El instante fue propicio para la dupla, el siguiente golpe estuvo cerca de arrancarme el brazo como quien corta una flor del prado, tan sólo la consistencia de mi escudo derecho (un regalo muy querido de alguien muy especial) logró rechazar mi fatal designio. Tenía que descubrir el momento exacto para poder darle al duende... y el momento se presentó ante mí antes de lo que hubiese esperado.

Después de ciertos golpes, el Ogro levantaba su cabeza antes de erguir el cuerpo, tapando momentáneamente la visión del duende, el cual se movía de un lado para el otro con tal de recuperar la noción de mi presencia. En aquel preciso instante lancé mi piedra, no hacia su cara, sino en dirección al punto hacia donde el pequeño se iba a mover, impactándolo de lleno en las narices y botándolo del Ogro.

Antes de llegar al suelo, el enano se afirmó con fuerza de las riendas, haciendo que la bestia se inclinara hacia atrás, abriendo convenientemente su defensa. Aproveché de acercarme, salté hacia delante, di una vuelta en el suelo y estiré mi brazo con el cual llevaba el báculo, presionando así aquel punto que paralizó las piernas del enorme animal, el cual se precipitó con estruendo de bruces contra el suelo como un saco de papas envuelto en placas de metal... en realidad, como un lote de sacos.

El duende, ahora indefenso y vulnerable, dio un brinco fuera de la montura y corrió hacia los pies de su líder, como una rata que huye de un perro furioso, hacia la salvación de su madriguera. Sólo a uno me restaba detener: el Maestro de la Espada. Mi confianza me alentaba tanto como me cegaba de ver el peligro de aquel enfrentamiento.
— Tu destreza es admirable, mas no impedirá que acabe contigo — me dijo con un tono serio, decidido y confiado, era más sincero de lo que me hubiera gustado. Caminó hacia mí, desenvainó su inmensa y brillante espada, lanzó la funda hacia atrás y el duende la atajó antes de que cayera. El Orco se detuvo a unos pasos de mí, bajó la mirada para verme a la cara y prosiguió diciendo — Antes de luchar frente a tan respetable contendiente, necesito saber su nombre.
— Me honras con tus palabras, honorable guerrero — dije, un poco más calmado — Mi nombre es Markus, hijo de Emotol II, descendiente de la vasta casta de los Dreitores LanzaDeTigre, originarios del continente del "Gran Desierto", erradicado de mis tierras hace ya cuatro años, cinco meses y veintiséis días — Me encaminé para acercarme a mi rival y empuñé con fuerza en ambas manos mi báculo mientras me preguntaba si mi actual arma sería suficiente. La sola presencia del Maestro de la Espada me infundaba cierto temor de que no lograría salir con vida de aquel encuentro, mas no podía darme el lujo de que se diera cuenta de eso — ¿Me honraría con la satisfacción de conocer a mi rival?
— Estás muy lejos del hogar, lástima por tu destierro. Peor que la muerte es la indiferencia de tu propia sangre.
— No sabes cuánta razón tienes. — Mi nombre es Gullham, hijo de Trhagdul, de los Orcos Verdes residentes del Valle del Olvido, en las espesuras del Bosque Verde. Sobre nuestras intenciones con respecto a estas tierras no necesitas saber nada, así que prepárate a luchar.

La batalla se inició con la ofensiva de Gullham, los ataques rápidos y precisos del Maestro de la Espada me demostraron que no sería nada fácil detenerlo y que no era mera palabrería sus comentarios. Intenté en vano reducirlo, no podía defenderme y atacarlo al mismo tiempo, mi báculo no era suficiente y sus tatuajes rojizos no exageraban en nada su experiencia. Me vi forzado a utilizar mi espada para retener aquella implacable ofensiva. Me aparté de un salto hacia atrás, mi adversario se detuvo a esperarme, sabía que iba a tomarme más en serio la lucha y que dejaría de subestimarlo. Desenfundé aquella hermosa y mítica espada semicurva que me regaló hace tanto tiempo mi maestro, Ser Kenry, después de casi dos años bajo su tutela. Cerré mis ojos, me preparé mentalmente por un par de segundos para continuar la batalla, a pesar del miedo a perder la vida en aquel combate, sentía un ardor que hacía de la muerte en combate una gloriosa forma de despedirme de este mundo. Abrí mis ojos, tomé con firmeza mi espada y después me abalancé sobre el grandioso Orco.
Varios segundos (que me parecían eternos) blandimos muestras armas cortando el aire en mil pedazos, mas ambos sabíamos que nuestras capacidades no relucían al máximo. No valía la pena seguir ese calentamiento, se apresuraba cada vez más la hora de demostrar lo que realmente sabíamos y, posiblemente, la muerte de uno de los dos. La satisfacción y el ardor en mi alma se incrementaban con cada sonido emitido por nuestras espadas, una mezcla de nerviosismo y la emoción de tener frente a mí un rival digno de cualquier leyenda.
— Markus, hijo de Emotol II. Creo que se ha hecho necesario dejar de jugar, mi gente no puede esperar más tiempo — me dijo con aquella estruendosa voz.
— Mi corazón me pedía no tener que llegar a estas instancias, mas si no tengo otra alternativa...
No acababa de dirigir mis palabras hacia Gullham, cuando en un abrir y cerrar de ojos, una flecha salida de entre los árboles voló impetuosa hacia mi adversario. El Orco rechazó el ataque con un diestro movimiento diagonal de su espada, mientras me apresuré a acercarme a una distancia prudente y suficiente, saqué prestamente el báculo, que colgaba en mi espalda, con la mano izquierda, ya que tenía mi espada en la derecha, y terminé el combate con un movimiento horizontal, directo a un punto vital de Gullham, el cual me permitió paralizarlo completamente casi al instante. Mi contrincante cayó de bruces al suelo sin soltar la espada.

Ante mi sorpresa, una joven Elfa salió del bosque, avanzando a trote rápido hacia nosotros. Portaba un arco verde de madera, tallado por completo con símbolos y escrituras de su raza. Tenía los cabellos ondulados, éstos resplandecían bajo el sol otoñal, de un tono dorado con tintes semiverdosos, de los cuales sobresalían aquellas orejas puntiagudas propias de su razas, sus ojos eran verde carmesí, hipnotizantes como los ojos de un gato oculto en la noche, rostro redondeado terminado en una barbilla estilizada. Su tez lucía entre pálida y rosada. Era de estatura media, llevaba puesta una falda terminada sobre las rodillas y una camiseta sin mangas con formas que le dejaban al descubierto los hombros, su atuendo era provocativo, adorno adecuado sobre un cuerpo de bellas formas y un físico bien cuidado. Se dirigió hacia Gullham apresuradamente con su rostro encolerizado, preparando una segunda flecha para acabar con la vida de éste. Sin pensarlo dos veces, me interpuse entre ambos raudamente, diciendo:

— Has irrumpido nuestro magnífico combate. No te permitiré que lo mates.
— Este Orco llegó a estas tierras sembrando terror, debe ser detenido antes de la llegada del resto de la horda — me replicó, inundada de una extraña y misteriosa ira, la belleza de sus ojos verdes me hacía soñar despierto.
— Déjalo ir, este guerrero merece morir en un justo combate.
— ¡No interfieras! — dijo impulsiva y me apuntó a la frente con su flecha.
— Creo que ya me lo habían dicho antes — esbocé una leve sonrisa que no pareció agradarle ni una pizca. Ese día me recordaba a las andanzas con mis amigos, mas esta vez estaba solo y ya me había encontrado más problemas de los que ellos se hubiesen imaginado. El gesto fue algo estúpido e inconsciente tomando en cuenta que ella me apuntaba, fuera de sus cabales y muy enardecida, con una flecha en mi cabeza a dos pasos de distancia. — « Mi Señora del Fuego, ¿qué tienes contra mí? He tratado de redimirme estos últimos años mas no pareces nunca conforme» — dirigí mis plegarias a la patrona de mi raza.

Lo siguiente que sucedió le parecería mentira a cualquiera que lo leyese, incluso dudo de la veracidad de mi memoria. Aproveché un infinitesimal instante del pestañear de la elfa  y solté mi espada para arrebatarle la flecha que se encontraba en su arco antes que mi arma cayera al suelo. Ambos quedamos unos momentos perplejos ante el acto increíble, nunca antes lo había conseguido y nunca logré repetirlo. Después nos repusimos del asombro y ella se echó hacia atrás, sacando otra flecha del carcaj que llevaba en su espalda, con la intención de insertarla en mi pecho. Comencé a moverme para detener a esta joven elfa y esquivar sus ataques, cuando de pronto, cerca de seis Orcos montados sobre enormes lobos huargos grises y pardos aparecieron de entre los árboles, llevándose velozmente a sus compañeros derrotados. Gullham se recobró y me proclamó con su grave voz antes de desaparecer entre los árboles:

— ¡Nos volveremos a ver, Markus, hijo de Emotol II, esta batalla no ha terminado aún!
— ¡Esperaré impaciente el día para volver a luchar! — le respondí mientras se perdía de vista.
— No, no te dejaré escapar — reclamó la Elfa intentando en vano de atinarle a los Orcos.
— No insistas, mujer — aproveché el momento en el que alejó de mí su atención para paralizarla — Déjalo ir, aún me debe una buena pelea.
— ¡Déjame! — replicó enardecida — Ya verás, en cuanto me pueda mover...

Unos minutos más tarde, la gente del pueblo se acercó temerosa, saliendo de sus escondites al ver que se alejaron los Orcos. Se pusieron alrededor mío con sus caras renovadas, agradeciendo el haberlos salvado del peligro que corrían, me parecía que había más de diez familias, la cantidad de personas era enorme. Después del espasmo, una vez calmado el ambiente, me invitaron a una cena celebrando mi llegada en el momento justo. — Un regalo de los dioses —, me decían. En un principio me rehusé a aceptarlo, ya que no pretendía quedarme mucho tiempo, mas me insistieron tanto que terminé cediendo con prontitud.

La joven Elfa estaba agachada revisándose la bota izquierda. Me acerqué con cuidado para hablarle:

— Mi nombre es Mar...
— ¡Sé que te llamas Markus, hijo de Emotol II! Los escuché hablar antes de pelear, estaba esperando el momento apropiado para acabar con Gullham — dijo, enojada aún por lo que le hice — ¡Me arruinaste el plan, idiota!
— Disculpa... — hice una pequeña pausa mientras ella me daba la espalda — y ¿cómo te llamas?

Se dio media vuelta, fijó los ojos en mí como queriendo matarme. Calló un momento mientras sus mejillas pasaban del rosa al rojo ira y luego dijo aún más enardecida:

— ¡¿Tú crees que puedes venir, destruir todo lo que planeé, paralizarme en medio de un ataque y preguntar mi nombre? ¿Qué clase de idiota eres? ¿Qué es lo que pasa por tu cabeza?!
— Bueno, resulta que quieren hacerme una celebración con festín en este pueblo y quería que me acompañases. Aunque no lo creas, esta gente te debe su seguridad, ya que llegaste en un preciso momento para distraer a Gullham. Sin ti, quizás no hubiera sobrevivido a pelear contra él, así que también te debo mi vida.

Se cruzó de brazos, mientras escudriñaba silenciosa las caras de las personas a su alrededor, que rogaban sin palabras que aceptara la oferta. Al final suspiró y dijo, malhumorada, sin mirarme a la cara:

— Nicole... me llamo Nicole, vengo de la ciudad de Vindreil, cuna de los Elfos Verdes.
— Mucho gusto, Nicole — dije acompañando mis palabras con una leve sonrisa mientras ella posaba aquellos hermosos ojos, con desconfianza, sobre los míos.

En ese momento me sonrió, aunque trató de disimularlo mirando para otro lado. La gente se alegró y nos llevaron hacia una enorme casa de dos pisos que se encontraba en lo alto de un cerro. Los niños corrían a nuestro alrededor y la gente nos charlaba contenta, yo sólo les reía y no hacía más que afirmar con la cabeza. Lo que realmente me preocupaba era la joven Elfa. Me llamó la atención su nombre y su origen. Nicole no es un nombre típico de los Elfos. Más encima, tenía entendido que Vindreil, la ciudad de los Elfos Verdes, se ubica oculta en la zona oeste del Bosque Verde. ¿Qué hacía esta joven tan lejos de su hogar? ¿Y por qué tenía tantas ganas de matar Orcos? Era bien sabido de que siempre ha existido un profundo odio entre Elfos y Orcos, ya que estos últimos eran Elfos que fueron corrompidos por el dios perverso hace miles de años, mas esta joven tenía un especial rencor en contra de Gullham, ya que si hubiera querido matar a todos los chicos verdes, habría comenzado con los que yacían en el suelo paralizados. Aquellas eran dudas que no influyeron mucho en mis pensamientos, pues sabía que pronto tendría sus respuestas.

El Paladín

Prólogo.


"El Paladín" es una compilación de varios textos escritos por un joven Dreitor, a modo de diario de vida, en donde se relatan los hechos ocurridos en la nación de Porta (uno de los cinco reinados de los Hombres), del continente de Kortednor, mientras el autor estuvo de paso por la ciudad capital, llamada también Porta.
Markus LanzaDeTigre, hijo de Emotol II LanzaDeTigre nació en el continente El Gran Desierto (llamado así por tener una inmensa zona árida que cubre a ocho de las nueve naciones que lo componen), en el reino de Corcomertus, ubicado entre la Cordillera de Carmerpentus y la nación de Roca Carmesí.

Casi la totalidad de los Dreitores del Gran Desierto son adoradores de la diosa del fuego, Piromy, la deidad que les concedió el don de la vida y a la cual obedecen ciegamente. Markus fue desterrado de los dominios de su raza a los diecisiete años, por motivos que él mismo relata más adelante. Debido a esto decide viajar a Kortednor como un desterrado errante, con el símbolo universal de los siete dioses marcado a hierro caliente en la palma derecha (ésta marca debe ser impuesta a todos los desterrados de los cinco continentes, a todos aquellos que se consideran hijos de cualquiera de las siete divinidades y que cometen algún pecado en contra de sus hermanos). Desde la nación de hombres, Tahamuru, hasta la nación de enanos, Itpofer; desde el continente de Las Doce Tribus, Kortednor, hasta el continente de los Siete Infiernos, LotnarDorim, el joven estuvo vagando en busca de un sentido que darle a su vida. Hasta que, a los veintiún años de edad, llegó a Porta...